Durante su ministerio terrenal, el Señor Jesucristo fue
seguido por multitudes. Enfermos del cuerpo o del alma se contaban por miles
donde quiera que Él fuere (Mat 14.14-21) y recibían el consuelo y la medicina
de su Palabra. El único requisito era ser pecador (Luc 5.32) y tener necesidad
de la insustituible competencia del poder divino.
A pesar de su
relativamente corta vida pública y de la precariedad de las comunicaciones de aquella
época si se le compara con los masivos medios de la actualidad, el nombre del Señor
Jesús fue difundido y reconocido por no pocas personas que percibían en Él una
autoridad sin precedentes, sustentada por su relevante declaración de ser el
Hijo de Dios, con lo que, como bien entendieron los judíos, le igualaba a Dios
mismo (Jn 5.18). Convencidos de la radical trascendencia de esa afirmación, en
los siglos siguientes cientos de miles de sus discípulos no escatimaron sus
vidas, y lo continúan haciendo hoy, a fin de transmitir el mensaje de
reconciliación por medio de la fe en su sacrificio expiatorio.
La muerte de Esteban, precedida
de una larga lista de profetas martirizados (Hch 7.52) y la vida de Pablo,
entre otros creyentes, dan cuenta del precio que se podía llegar a pagar por la
causa de Cristo: “Otros experimentaron vituperios y azotes, y hasta cadenas y prisiones. Fueron
apedreados, aserrados, tentados, muertos a espada; anduvieron de aquí para allá
cubiertos con pieles de ovejas y de cabras; destituidos, afligidos, maltratados
(de los cuales el mundo no era digno), errantes por desiertos y montañas, por
cuevas y cavernas de la tierra” (Heb 11:36 -38). De
modo que quien quiera que lea las Escrituras, recibe el testimonio de lo que
puede implicar servir a Cristo: “Y seréis
odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin,
ése será salvo” (Mar 13:13). La vida cristiana, aunque llena de gozo debido
la comunión con Dios (Rom 14.17), no está exenta del dolor mientras dura el
peregrinaje terrenal: “Estas cosas os he
hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tenéis tribulación; pero
confiad, yo he vencido al mundo” (Jua 16:33).
No es cierta entonces,
de acuerdo al Evangelio de Cristo, la suposición hedonista de hoy que proclama
el éxito material como la máxima evidencia de haber sido admitidos como hijos
de Dios y hallados obedientes delante de Él. Es un cínico engaño enseñar desde
los púlpitos “cristianos” que el indicador de la obediencia es la prosperidad
económica, y el del pecado la pobreza o la escasez. Es un vulgar fraude inducir
al hombre a entrar en un ilusorio intercambio comercial con Dios, en donde el
Eterno está supuestamente “obligado por su palabra” a multiplicar con muchos
ceros a la derecha los depósitos monetarios que se hagan en las iglesias. El
Altísimo no es un comerciante, como sí lo declara la Escritura sobre Satanás: “A causa de la abundancia de tu comercio te
llenaste de violencia, y pecaste; yo, pues, te he expulsado por profano del
monte de Dios, y te he eliminado, querubín protector, de en medio de las
piedras de fuego” (Eze 28:16).
No se puede comprar el
favor de Cristo con dinero, como pretendió Simón, quien lleno de ambición y
acostumbrado a fingir el poder de Dios (Hch 8.10), después de haber creído el
Evangelio y sido bautizado (Hch 8.13) quiso comprar con dinero el don divino,
conducta que le acarreó la condena del Apóstol: “Entonces Pedro le dijo: Que tu plata perezca contigo, porque pensaste
que podías obtener el don de Dios con dinero” (Hch 8:20).
¡Da, porque Dios te
devolverá!, cantan muchos. ¡Consigna en la cuenta celestial!, otros, mientras
son saqueados sus bolsillos por la ambición de un predicador, y por la propia.
El materialismo a ultranza que ha pervertido el corazón de la sociedad
secularizada, ha hecho lo propio en las iglesias, mientras las voces, unas
veces ingenuas otras ávidas de dinero fácil, gritan: ¡amén! Así como el
sincretismo religioso llenó de santos de yeso muchas congregaciones, el corazón
de muchos creyentes cristianos ha sido prostituido por la doctrina de las
ganancias, pues de acuerdo a ciertos predicadores “la mejor vida es ahora”. Por
supuesto, los sitios de reunión de esos predicadores permanecen llenos de ambiciosos
e incautos concurrentes, así como sus bolsillos llenos del producto de la ingenuidad.
Pocas industrias venden
más hoy que la del comercio de la fe, una fe falsa que engalanada por los
efectos especiales de la música, la danza, la opulencia y el manejo de las
emociones, pretende presentar como piadosas antiguas tradiciones y ritos paganos,
sacando de contexto la Palabra de Dios. Tristemente, muchas iglesias hoy se
dedican ya no a salvar almas, sino a entretener y cautivar clientes, de muchos de
los cuales declara la Escritura: “Porque
dices: "Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad "; y no sabes que eres un miserable y digno de
lástima, y pobre, ciego y desnudo” (Apo 3:17).
Ciertamente Dios quiere
darnos bienestar, quiere que prosperemos pero no a la manera del mundo: “Amado, ruego que seas prosperado en todo así
como prospera tu alma, y que tengas buena salud” (3Jn 1:2). La prosperidad
del alma, es decir, la plena conciencia y conocimiento de que Jesucristo debe
ser la prioridad de nuestras vidas, y no lo material, que su reino y su
justicia deben ser nuestra brújula, es causa de la prosperidad económica,
siendo ésta última considerada por Dios como una añadidura “Porque los gentiles buscan ansiosamente
todas estas cosas; que vuestro Padre celestial sabe que necesitáis todas estas
cosas. Pero buscad primero su reino y su justicia, y todas estas cosas os serán
añadidas” (Mat 6.32-33).
El materialismo en las
iglesias, en cambio, enseña soterradamente que debemos procurar las riquezas
económicas como bien supremo, dejando a Cristo como un accesorio de la prosperidad,
un comodín de las ganancias. Todo bajo el supuesto de que quien tiene el
dinero, tiene el favor y la bendición de Dios. ¿Puede esto ser llamado cristianismo?
Definitivamente, la doctrina materialista es por naturaleza anticristiana, y
llevada a los púlpitos, una aberración.
Nuestro paso por este
mundo es demasiado corto, si le comparamos con la eternidad que Cristo ya ganó
para nosotros en su Cruz. Y la riqueza o la pobreza no constituyen virtud en sí
mismas para la vida del creyente, son solo situaciones que Dios, en su soberana
voluntad y de acuerdo al trato que establece individualmente con sus hijos,
permite o no. Dios se reserva el derecho de hacernos vivir esas situaciones,
como bien lo entendió Pablo: “No que
hable porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme cualquiera que sea
mi situación” (Flp 4:11). Entendamos, pues, que solo Cristo tiene Palabras
de Vida (Jn 6.68) y su Palabra está contenida en la Santa Biblia. Toda palabra
que no se conforma a las Escrituras es incapaz de dar vida y acercarnos a Dios,
por lo que, con buen ánimo y la mirada puesta en el Cristo de la gloria,
enfrentemos las diferentes situaciones que cada día se nos plantean dando
gracias por su obra redentora y su incondicional fidelidad.
* Todas las citas bíblicas son tomadas de la versión La Biblia de las Américas.
* Todas las citas bíblicas son tomadas de la versión La Biblia de las Américas.
Que Cristo prospere nuestras almas para su gloria.
Excelente articulo siervo!
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